Los invitamos a conocer el interesante artículo “Por qué AMLO no puede poner ‘punto final’ a la historia de corrupción”, escrito por el Dr. Luis Manuel Pérez de Acha integrante del Comité de Participación Ciudadana, publicado en el New York Times el 10 de diciembre de 2018.
Liga hacia el artículo: https://www.nytimes.com/es/2018/12/10/opinion-corrupcion-amlo/
Texto integro extraido del artículo:
CIUDAD DE MÉXICO — La lucha contra la corrupción estuvo en el centro de la campaña de Andrés Manuel López Obrador. Para muchos, esa fue la clave de su triunfo en las elecciones del 1 de julio. La propuesta de acabar con la corrupción y la impunidad la refrendó en su discurso inaugural como presidente de México. Pero en un inesperado giro, AMLO, como mejor se le conoce, propuso “un punto final a esta horrible historia [de corrupción]”. Mejor, propuso: “Empecemos de nuevo […], que no haya persecución a los funcionarios del pasado”.
La intención de AMLO se desentiende de la esencia represiva del derecho penal. La privación de la libertad es el último recurso del Estado para inhibir la realización de conductas nocivas para la sociedad, incrementar la percepción de riesgo en los ciudadanos y disminuir en ellos la sensación de impunidad. Por ello, las autoridades están obligadas a castigar la corrupción como mecanismo óptimo para prevenirla. Pero si el planteamiento de López Obrador se materializa, los ganadores serán los corruptos: no expiarán sus culpas en prisión ni restituirán el dinero que desfalcaron.
Con el “punto final”, el gobierno mexicano incumpliría con su responsabilidad de investigar y sancionar penalmente la corrupción. Acorde con la Constitución y los tratados internacionales, la amnistía es inviable e, incluso, contraproducente para el propio presidente en su intención de combatir la corrupción a futuro.
La Constitución obliga a las autoridades a investigar, perseguir y sancionar la corrupción. Este compromiso también fue asumido por México en la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupcióne, incluso, el país se obligó a luchar contra la corrupción como medida para potenciar el desarrollo económico y garantizar, en condiciones de igualdad, la competitividad entre empresas nacionales y extranjeras tanto en el reciente tratado de libre comercio con la Unión Europeacomo en el nuevo tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá.
Las leyes penales tienen que aplicarse respecto a todos los delitos, sin distingo ni prerrogativa alguna. Conforme al derecho internacional compilado por la ONU, la amnistía es inaceptable respecto de desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias, ejecuciones extrajudiciales y tortura, así como violencia de género y privación sistemática de servicios de educación, salud y alimentación. En estos delitos, la corrupción es una constante.
En México, la corrupción es causa inmediata de violaciones graves de derechos humanos, como lo demuestran los 38.000 desaparecidos —entre ellos los 43 estudiantes de Ayotzinapa— así como los más de 237.000 homicidios dolosos y los 13.000 secuestros acumulados en los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de la ONU concede a las víctimas “un recurso efectivo”, como garantía de reparación de los daños sufridos. Para las víctimas y sus familiares el perdón a los corruptos anularía ese derecho.
Para el gobierno mexicano, la persecución de la corrupción no es una alternativa y sin duda no puede ser una herramienta política. En tanto existan leyes penales que la castiguen, los fiscales están obligados a investigar los delitos y los jueces a condenar a los corruptos. No hacerlo sería incompatible con la ley e inaceptable, por lo que cualquier esquema de “punto final” resultaría inconstitucional.
En un escenario ideal, todos los delitos tendrían que perseguirse y los delincuentes terminar en prisión. Sin embargo, es común que la insuficiencia de recursos humanos y las limitaciones en las cárceles imposibilitan, en la práctica, esos objetivos. La política criminal ha sido, por tanto, la que determina qué delitos se persiguen sin excepción —homicidio, secuestro y narcotráfico— y los crímenes —fraude fiscal, lavado de dinero y corrupción— que solo se penalizan en casos grandes y significativos. El perdón generalizado y retroactivo impediría la consecución de estos propósitos.
El combate a la corrupción no es una decisión unilateral de AMLO, ni siquiera con el respaldo de una consulta popular. En términos constitucionales, la corrupción no es un delito que dependa solo del presidente: la fiscalización del dinero público compete a la Auditoría Superior de la Federación y la persecución de los crímenes corresponderá a la Fiscalía General de la República. Finalmente, será el Poder Judicial el que condene a los responsables.
La corrupción afecta el patrimonio del Estado, el funcionamiento de los órganos de gobierno y la calidad de los servicios públicos. Ejemplo de ello son los desfalcos por 88.405 millones de pesos reportados por la Auditoría Superior de la Federación de recursos destinados a salud pública en cinco años. Pero también la corrupción ha sido la responsable de muertes: en el sismo del 19 de septiembre de 2017 que desveló el problema de la impunidad inmobiliaria en Ciudad de México.
La percepción en México es que los políticos, los gobernantes y sus aliados empresariales son una casta impune. El perdón les prorrogaría ese privilegio en forma vitalicia. La inacción del expresidente Peña Nieto es la mejor muestra de ello: su gobierno se limitó a la presentación de numerosos planes y programas contra la corrupción y al lanzamiento estelar del Sistema Nacional Anticorrupción en mayo de 2015, saboteado por el propio gobierno federal. Esto explica que en los índices de percepción de la corrupción de 2015 a 2017, elaborados por Transparencia Internacional, México descendiera del lugar 95 al 135. Un desplome de cuarenta posiciones en apenas dos años, para ocupar el peor nivel entre los miembros del G20 y de la OCDE. Al perdonar a los corruptos, la tendencia podría empeorar.
A diferencia de Brasil, Perú, Colombia y otros países sudamericanos, el caso Odebrecht es quizás la mayor evidencia de la impunidad en México. A finales de noviembre, la Procuraduría General de la República, autoridad competente para perseguir y denunciar la corrupción, reiteró su negativa a hacer pública la información relacionada con la investigación penal, pese a que el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales emitiera una resolución que le ordenaba hacerlo en octubre de 2018.
En términos prácticos, el perdón expreso de AMLO a los corruptos equivale a la omisión de Peña Nieto de combatir la corrupción.
Sin duda, el poder penal del Estado no debe utilizarse para hostigar a adversarios políticos. Pero en México los cárteles de la corrupción operan en todos los niveles de gobierno y en contubernio con empresas nacionales y extranjeras. Perdonarlos implicaría legitimar su rapiña. La Constitución, los tratados internacionales y la moral lo impiden.
El 1 de julio, el mandato en las urnas fue que el gobierno mexicano combatiera la corrupción. Jurídica y socialmente, AMLO está impedido para perdonar a los delincuentes. Como presidente, su única alternativa es velar por la aplicación de las leyes penales y garantizar la reparación a las víctimas. La impunidad no puede convertirse en el sello de su gobierno.